Más perros que Joseph
Anteayer intenté abrirme una cuenta bancaria y me fue imposible. Uno es sabedor de que tiene poco dinero, pero me domina, de todos modos, la extrañeza de que parece ser que nignún banco de todos los que visité quiere mi dinero. Requisito imprescindible es poseer un hanko, un sello con el que estampar la firma, cosa de la que el que les habla carece y abomina.
Y es que por muy tradicional que sea la estampita, me parece una tontería de libro, como todas las tradiciones que pierden su sentido, su utilidad, con el tiempo, pero que se conservan y se quieren conservar. Me toca las narices porque, que yo sepa, el hanko no es un documento nacional de identidad obligatorio y avalado por el Estado, sino que tiene la misma validez que la tarjeta de puntos del supermercado; y lo segundo, porque es fácil de falsificar, mucho más que la firma: sobre todo porque lo más normal no es encargar una pieza única a un artesano, sino comprar uno hecho en serie en cualquier tienda de las que abren 24 horas y, como pueden imaginar, son todos iguales.
Que uno no tiene nada en contra de la Filatelia y se siente medianamente atraído por los sellos, pero postales. Vamos que no me ofrece ninguna seguridad y que, más perros que Joseph, ya nos cobran los bancos suficiente dinero en concepto de tonterías como para, además, gastarme los cuartos en los caprichos que se les antojen. El hacerse un hanko debiera ser por ilusión, que para todo lo demás ya vale la firma.
Pero, si he de morir al palo, al menos moriré matando y, si puedo, me haré un hanko lo más provocador -con suerte incluso ofensivo- posible, con un dibujo al lado de mi nombre. De momento, he encontrado esto por la Academia, de los que usamos para las postales de año nuevo (ya saben, el año del perro) y me tienta la idea de acercarme al banco a ver si me lo aceptan. No tengo nada que perder y la cara que se les puede quedar tiene que ser impagable.
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Y es que por muy tradicional que sea la estampita, me parece una tontería de libro, como todas las tradiciones que pierden su sentido, su utilidad, con el tiempo, pero que se conservan y se quieren conservar. Me toca las narices porque, que yo sepa, el hanko no es un documento nacional de identidad obligatorio y avalado por el Estado, sino que tiene la misma validez que la tarjeta de puntos del supermercado; y lo segundo, porque es fácil de falsificar, mucho más que la firma: sobre todo porque lo más normal no es encargar una pieza única a un artesano, sino comprar uno hecho en serie en cualquier tienda de las que abren 24 horas y, como pueden imaginar, son todos iguales.
Que uno no tiene nada en contra de la Filatelia y se siente medianamente atraído por los sellos, pero postales. Vamos que no me ofrece ninguna seguridad y que, más perros que Joseph, ya nos cobran los bancos suficiente dinero en concepto de tonterías como para, además, gastarme los cuartos en los caprichos que se les antojen. El hacerse un hanko debiera ser por ilusión, que para todo lo demás ya vale la firma.
Pero, si he de morir al palo, al menos moriré matando y, si puedo, me haré un hanko lo más provocador -con suerte incluso ofensivo- posible, con un dibujo al lado de mi nombre. De momento, he encontrado esto por la Academia, de los que usamos para las postales de año nuevo (ya saben, el año del perro) y me tienta la idea de acercarme al banco a ver si me lo aceptan. No tengo nada que perder y la cara que se les puede quedar tiene que ser impagable.
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